«Montesco o no Montesco»

200px-dickseeromeoandjuliet   Heme aquí, como siempre conmovida por las maravillas y arbitrariedades del cotidiano mundo. Hace no mucho tiempo, me han encontrado singularmente conmovida por los asombrosos descubrimientos que han sido premiados con el insigne IG Nobel. Ahora, luego de un día pasado escuchando las noticias de mi país, me ha sido entregada por algún dios la misión de descifrar qué es lo que pasa por la mente de algunas personas a la hora de enorgullecerse ante el mundo por su linaje, o elegir el rumbo de su vida, quiero decir, según lo que todo el mundo parece pensar acerca de la importancia del nombre.

   En efecto, tal día, que no recuerdo exactamente cuál fue, ciertos casos han hecho sonar en mi mente una campana, y han despertado ecos que me llevaron a rememorar otras curiosidades arqueológicas relacionadas con esta antigua cuestión.

   Imagínense mi sorpresa al escuchar por la radio una causa legal llevada por un fiscal de nombre Garganta, y otro de nombre Jurado, singularmente oportunos. No menor fue mi pasmo al descubrir otro fiscal de nombre Gambacorta, el cual me inspiró poca confianza y algo de compasión. Días después, descubro al Subsecretario de Control Turrín, el cual me hizo fruncir el ceño con gran suspicacia, y al Juez Carteles, de quien esperé por el bien de todos que supiera ser discreto. Por mi parte, recordé con una nostálgica sonrisa a cierta directora de escuela de mi pasado de nombre Culazo, a una psicóloga de nombre Bolado, y a la inmobiliaria propiedad del señor Palillo. Y a un antiguo profesor auxiliar de matemáticas de apellido Supersaxo, y del cual, a la luz de estos casos expuestos, ya no supe qué pensar (bueno, por un segundo sentí deseos de ir a preguntarle si en sus ratos libres no tocaba algún instrumento, porque se sabe que los matemáticos suelen ser genios y también los músicos, y que el cerebro procesa la música y las matemáticas en el mismo centro. No me culpen a mí por esto; hablen con el señor Supersaxo padre). Todo esto trajo, casi con una lágrima rodando por mi mejilla, la remembranza del jugador de fútbol que se hizo célebre por su valiente lucha contra la fatalidad a la que lo condenaba el destino, que lo echó al mundo con el nombre de Dell’Orto, y que hoy se llama Ayala como su señora madre, para que su hija no tuviera que sufrir las consecuencias de que su padre no se encargara de lo que para todos se cae de maduro. Y que otros padres han debido imitar a tiempo.

   Quiero decir, la sincronicidad debería tener sus límites. No tengo, por ejemplo, nada que objetar a un veterinario que se llamara Gatti, pero la gente debería tener más precaución. Yo, por ejemplo, con mi metro cincuenta no tengo de qué quejarme ante mi apellido de Longo; muy por el contrario. Pero figúrense mi prevención y mi alegría al investigar el nombre completo de mi ginecólogo, y encontrar que se llama Pravato, pero, gracias a Dios, no Daniel Pravatto (D. Pravatto, joder. Por cierto, si existe una persona con ese onomástico acompañado de ese apellido, espero que tenga un segundo nombre.)

   Existen opciones. No es tan sencillo, como el señor Dell’Orto lo podría asegurar, pero es posible prevenir el estropicio, por ejemplo como él lo hizo, cambiando su apellido paterno por el materno, aunque a veces esto resulte peor (conozco un caso que me hace morderme los labios de grima, pero he jurado no decirlo). Sin embargo, es deseable, aunque no puede esperarse mucho de gente que a veces no se toma la molestia de pronunciar el nombre de sus hijos en voz alta antes de ponérselos, como podrían testificar la señora Violeta Demonte, lingüista, la señora Rosa Espinosa, asimismo lingüista, y la señora Blanca Gallina de Negro, cuyo nombre completo escuché por la radio cuando tenía dieciocho años, en un programa dedicado a los nombres ridículos que la gente acostumbra poner a sus retoños. ¿Ven? Este es un caso para mis enconadas diatribas de los Solteros Sin Hijos, en defensa de la infancia desprotegida…

images   En los comienzos de las urbes, las personas se prevenían de que hubiera dos Juanes a veces señalando sus lugares de procedencia, o su profesión. Hoy en día, aún conocemos a los ilustres señores Toledo, Valencia, Juárez, Córdoba, Tejedor, Carpintero, Pastor, Ovejero y así sucesivamente. Sin embargo, en estos tiempos ya no es necesario tomar tantas precauciones; todos sabemos por ejemplo que en cada ciudad seguramente habrá más de un Juan, y a lo mejor cinco de ellos son carpinteros, por decir lo menos posible. Pero tenemos nuestros números de documento y nuestros documentos de identidad con fotos, y nuestras huellas digitales.

   No obstante esto, el nombre sigue siendo importante, diga lo que diga el Bardo de Avon en labios de su Julieta, y que él me perdone. Vean, si no, la catarata de gente que adopta en sus cuentas de redes sociales el nombre de sus ídolos o el de alguna composición de la autoría de dichos ídolos, en lugar del suyo propio. Y vean la horrible tendencia, al parecer vigente desde hace décadas, de poner a los niños nombres extravagantes y alambicados, como manifestación del ansia de protagonismo de sus padres, que por sobresalir a cualquier precio cargan al niño por nacer con cosas como Jano o Toribio o, Dios los perdone, Hashtag Follow, Jesucristo Hitler Paracelso o Rey Follador (lo juro por lo más sagrado; acabo de Googlear nombres ridículos, y los otros los escuché yo).

   También tenemos el polo opuesto, en el que la gente no se conforma con tratar de prolongar en el tiempo un apellido que se perderá indefectiblemente entre los billones de personas que hay en el planeta, y a falta de habilidades, talento o dinero, insiste también en prolongar el nombre de pila, encontrándote entonces con fiestas familiares en las que decís «Roberto, alcanzame la sal», y se dan vuelta todos los hombres de la reunión.

   Realmente. La gente ha de tener más cuidado. Tanto con el nombre como con el apellido. Aunque se sientan tentados, no le pongan a su niño Carlos solamente porque se apellidan Gardel. Sobre todo si no les gusta el tango.

   De lo contrario, aténganse a las consecuencias.

   O duerman con un ojo abierto.

(La imagen del principio es de Wikipedia y reproduce la pintura de Mr. Frank Dicksee, 1884, quien se dedicó a recrear la escena del balcón de Romeo y Julieta. No voy a hacer otro chiste con el nombre de este pintor; estoy muy desanimada por la maldad del mundo. El segundo cuadro se llama «El pajar de mi tío» y es obra del señor Ricardo Renedo, pintor español; lo vi en mirartegalería.com. Enlace: )

Si resulta que he nombrado por accidente a alguien que no desee ser nombrado aquí de manera alguna, aunque figure en la guía telefónica, por favor hacerme saber y lo quitaré inmediatamente. Yo soy una persona muy respetuosa del sufrimiento ajeno.

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